Mi novia y yo cumplimos años en diciembre, así que una amiga nos hace un regalo conjunto y nos compra una entrada para un musical en Hamburgo. Una entrada, sí, la otra nos la pagamos nosotros, porque cuestan una pasta y la amiga en cuestión tampoco anda muy sobrada de dinero y, además, quiere acompañarnos, porque le encantó El rey león cuando lo vio por primera vez. Creo que esta es la tercera.
Cruzamos el Elba en un barquito fletado ex profeso y entramos en el abarrotado teatro construido, también, exclusivamente para la obra. Durante dos horas y media vemos el espectáculo a unos cien metros de distancia: los actores cantan y bailan muy bien, el atrezo, los disfraces, la decoración, todo estupendo. Pero termina la función y me siento tan vacío como entré, no me he emocionado en una representación espléndida, muy profesional. Nuestra amiga requiere nuestra opinión y disimulo, en agradecimiento por el regalo.
Llevo años pensando en lo que falla, diciendo que se trata de una obra completamente innecesaria, discutiendo con mis amigos, que no tiene sentido repetir lo mismo, que ni comparación con el original, que el ritmo es diferente, que no me emociono… pero sin saber bien cómo explicarlo. Hasta el otro día, medio durmiéndome, pensando en el blog, cuando me doy cuenta de que lo que me perturba del musical son las personas, que, aun caracterizadas, sobran en una historia de animales que nunca había necesitado a los humanos. Y así, por fin, consigo cerrar el ciclo de esta fruslería, aunque nadie me perdone que no me guste el musical.